Me crié al lado de un manicomio, pero nosotros no lo llamábamos así, lo llamábamos «los locos». Ni «Clínica Mental», que es lo que ponía en los carteles de la carretera, ni «manicomio» ni «loquero» ni nada similar. «Vivo ahí, cerca de los locos» o «he ido a la piscina de los locos», decíamos. Lo de la piscina es porque en el centro había unas piscinas públicas austeras y agradables que pertenecían a la clínica pero a las que se podía acceder en verano si uno estaba decidido a subir la cuesta que conduciría hasta allí, que era bastante pronunciada. De hecho, yo aprendí a nadar en esas piscinas, ya bastante mayorcito, porque fui incapaz de aprender a hacerlo por mi cuenta, pese a que íbamos muchísimo a la playa con mis padres. A una edad mucho más decente, con 5 o 6 años, no lo recuerdo bien, empecé a ir a clases de natación, pero un niño se ahogó y nos borraron a todos, que nos quedamos sin aprender a nadar.
El caso es que me crié al lado de los locos. Mi colegio, el CP Numancia, estaba casi en la montaña, en las afueras de Santa Coloma, y eso es mucho decir si tenemos en cuenta que Santa Coloma ya puede considerarse «las afueras». Más allá del edificio, con forma de H, como todos los demás colegios de Santa Coloma, que compartían arquitecto, no había nada más, excepto los locos. A la derecha quedaban las pistas de atletismo y más allá una carretera que solo servía para darle la vuelta al coche y cambiar de dirección para volverte por donde habías venido, así que si algún coche pasaba por delante de mi cole, es que iba a los locos, bien porque el coche contenía a un loco al que iban a dejar allí, bien porque iban a visitar a un loco que ya estaba ingresado. Por tanto, en las puertas del colegio y en mi calle, delante de mi casa, había (y aún hay, supongo) locos todo el rato, porque les quedaba de camino a la clínica.
Los locos podían salir con cierta libertad y pasearse por Santa Coloma con aspecto de andar muy atareados. Creo haber visto a alguno coger el metro. Luego, antes de que cayera el Sol, se volvían allí tranquilamente, a los locos. Eso es mucho andar, pues como he dicho el edificio está en las afueras, al pie de la montaña. Todos vestían ropas viejas, como de niño pobre, y andaban algo encorvados. Algunos hablaban solos y otros buscaban conversación con quien pudiera escucharles. Que yo recuerde, entre los locos no había gordos ni tampoco mujeres.
Creo que los niños, para ser los ochenta, los tratábamos con bastante más respeto del que uno podría esperar. No sé si ese respeto provenía de la sensibilidad o del miedo que nos repetían que había que tenerles. En mi casa, siendo yo un niño tonto y asustadizo, me enseñaron a ignorarlos y a tenerles lástima (el equivalente estándar de los ochenta a la empatía). Había chicos, pocos, que les gastaban trastadas, especialmente porque era muy fácil ponerlos nerviosos y que les diera un ataque y se derrumbaran, algo que podía parecer divertido al principio pero que no era agradable de ver y luego todo el mundo se arrepentía.
Estos son todos los locos que recuerdo:
1
Un hombre mayor y delgado (yo lo recuerdo mayor, pero quizá tenía 45 años, 5 más de los que tengo yo ahora) que era muy educado, vestía de forma austera, con colores beige. Su principal actividad era preguntar a todo el mundo «disculpe, ¿que tiene para un café?». El hecho de que tratara a las señoras de usté ya daba un poco de confianza y la guinda era un marcado acento catalán, lo que era una rareza en la Santa Coloma de los ochenta. Si hablabas en catalán eras probablemente una persona de casa bien, educada, formal, en absoluto un delincuente. Imagino que en Barcelona, en el barrio chino o similares habría en aquella época hampones que hablaran catalán. No en Santa Coloma. Este hombre pedía para un café y tú le contestabas «a ver, cuánto llevas» y él te enseñaba las moneditas que llevaba en la mano y tú a lo mejor le ponías el resto y él se iba a tomar un café a un bar de la calle Baleares o a otro que había al lado del colegio, en la calle Prat de la Riba, una calle que yo aseguraba que era mía porque tenía un apellido similar al mío. No recuerdo que fumara, solo pedía para cafés y nada me hace pensar que se gastara las pesetas en otra cosa. Probablemente se lo tomaba y volvía a salir para pedir para el siguiente. A saber si lo suyo era adicción a la cafeína o una compulsión o las dos cosas.
2
El del pelo a lo afro. ¿Quizá el primer hombre negro que veía en Santa Coloma por aquel entonces? Quizá ni siquiera era negro, porque no recuerdo que tuviera la piel especialmente morena, pero desde luego tenía un pelucón enorme y redondo y vestía estilo funky, como en las películas. A veces iba con un walkman y auriculares, como su peinado le entorpecía ponerse la diadema correctamente, se la dejaba caer por la parte de atrás del cuello. Realmente, parecía una de las personas más guays de la ciudad. Recuerdo haberlo visto alguna vez en los sofás de entrada de la biblioteca, no sé si escuchando música o quizá disfrutando del aire acondicionado, que era el motivo por el que íbamos muchos.
3
Había uno al que llamábamos el ruso. Este era de los que podía dar miedo. Estaba siempre alrededor de la Plaza de la Vila. Era rubio y no iba muy afeitado. Vestía jerseis de lana apretados y de color marrón clarito. Lo que le caracterizaba es que iba por la calle hablando solo con los brazos cruzados sobre el pecho. Su apelativo, el ruso, se debía supongo a que era rubio y a esa manera de apretar con fuerza los brazos sobre el pecho, que debía parecernos marcial o como de ponerte a bailar la kalinka en cualquier momento. ¿Qué decía al hablar a solas? Oh, a saber. Era una algarabía suya inventada, probablemente sin sentido, pero que pronunciaba con un porte muy serio y muy grave. En ocasiones, ese parloteo se tornaba en gritos. En ocasiones esos gritos se tornaban en amenazas y quizá, saliendo de su ensimismamiento, te miraba y te señalaba con el pulgar y la mano apretada en un puño (una manera muy poco eficiente de señalar, a mi parecer) y te gritaba en su idioma. Supongo que lo del idioma también influyó en que lo llamáramos el ruso.
4
Otro que también gritaba a veces a solas por la calle tenía barba y parecía (o vaya, lo era) el típico vagabundo alcohólico. Tenía la típica voz rota de los que han fumado demasiado, han bebido demasiado y han pasado demasiadas noches al raso. Este no se inventaba palabras sino que hablaba un español clarísimo lleno de palabrotas. Años más tarde mi madre, que trabajó muchos años en un bar muy concurrido cerca del mercado municipal, nos explicó que el hombre pintaba unos cuadros horribles y que pasaba por los bares intentando venderlos. Tenía casa y una hermana que lo cuidaba, pero a veces lo ingresaban.
5
Un señor mayor que estaba siempre en la puerta del colegio y al que los niños le pedían que cantara Amapola y él se ponía «Amapolaaa, lindísima amapolaaaa», con mucho sentimiento, cerrando los ojos y todo.
6
De todos los locos, el preferido de todo el mundo era uno que a veces iba vestido de vaquero, otras veces de Supermán, otras veces de futbolista de la selección alemana de fútbol y otras iba vestido, digamos, de civil, pero sujetaba una carpeta con folios y aseguraba ser uno de los doctores de la clínica. Visto desde hoy en día, ir vestido de vaquero o de Supermán parece una excentricidad. No voy a negar que lo sea, pero creo que es justo aclarar que en los ochenta no lo era tanto. Las películas de vaqueros aún eran muy populares y vendían pistolas y sombreros de juguete en todos los kioscos y Supermán, con el estreno de su primera película, uno de los mayores éxitos de la historia del cine, estaba muy presente en nuestro día a día. Yo mismo me disfracé de Supermán en esa época. Quiero decir con esto que en los ochenta casi todo el mundo iba disfrazado de Supermán en algún momento. Es cierto que no era tan habitual ir disfrazado de Supermán por la calle, pero bueno, creo conveniente aclarar que por aquel entonces tenía algo de sentido. Algo. Creo que este era de los más jóvenes, aunque a mí me pareciera todo un señor, siendo yo un niño. Tenía el pelo algo rubio y parecía extranjero. Se le podía ver casi cada tarde debajo de mi casa, en la calle o en el parque (cuando lo construyeron y dejó de ser un descampado) con su propia pelota o bien pidiendo a los chicos que le dejaran dar un par de chutes. Aseguraba haber sido un jugador de fútbol profesional, cosa que creo recordar que mi hermano llegó a creerse. Se ponía los calcetines muy arriba de la pierna, a modo de mitjeta. A veces, si los chavales le dejaban jugar a pelota demasiado rato o le ponían nervioso, se desmayaba y se caía al suelo o bien se ponía a gritar y se daba golpes en la cabeza. Creo que en alguna ocasión llegó a venir una ambulancia para llevárselo porque los vecinos fueron incapaces de tranquilizarlo.
7
Siendo yo algo más mayor, me tocó caminar un poco más para ir al instituto. Pasaba por delante del colegio y por tanto subía por la carretera esa que antes he dicho que solo servía para dar la vuelta. A las dos y cuarto de la tarde, bajando a casa a comer, era frecuente cruzarse con alguno de los locos. De hecho, nadie más pasaba por ahí. Varias veces, bajando yo con dos compañeras, una de ellas quiso preguntarle al loco la hora y este de forma muy parsimoniosa y dejando caer mucho el labio inferior dijo «las dos… y cuar… y cuarto». A ellas les pareció muy graciosa su forma de hablar y yo no entendí a qué venía la pregunta si los tres llevábamos reloj.
8
Algún loco en vez de acercarse al centro de la ciudad subía hacia mi instituto, que estaba aún más en las afueras. Recuerdo que uno, un tanto más grandote y que no debía ser muy mayor, solía andar por ahí pidiendo cigarros e intentando convencer a algún chaval para ir a follar al bosque. Así, con esa ligereza.
Y no recuerdo ninguno más.
Es posible que alguno de estos locos no fuera de los locos, pero la información que yo tengo asignada a todos estos perfiles es que eran, efectivamente, de los locos. Vaya, que eran residentes de la clínica. Puede que me equivoque o que mis recuerdos no sean fiables. Debía haber muchos, muchísimos. Estos son, imagino que por ser más icónicos, los que tengo identificados y logro recordar. A veces dejabas de ver a alguno durante muchos meses. A otros no los veías más y los olvidabas para siempre, como supongo que me ha ocurrido con la mayoría.
Mientras escribía este texto he buscado algunos datos (sin pasar de la primera página de Google) sobre los locos y he encontrado dos artículos de El País, ambos del verano de 1988, hace 35 años. El del 9 de julio tiene como titular «El director de una clínica mental ignoraba que los malos tratos a pacientes fuesen delito», como remitiendo a un suceso ya conocido. El siguiente, de agosto, deja aún más claro el enfoque burlón y se titula directamente «Para “volverse loco”». Así, con las comillas en volverse loco, en plan coñón. En los artículos se dice que la institución llevaba abierta entonces cincuenta años y atienda a 560 pacientes, algunos ingresados como agudos y otros de larga residencia, que imagino que son los que podían entrar y salir con más o menos libertad y pasearse por Santa Coloma. Por supuesto, los artículos lo que explican, con una ligereza pasmosa (recordemos el título) teniendo en cuenta los horrores de los que informan, es que en el centro tenían lugar malos tratos continuos, golpes, vejaciones, falta de vigilancia, peleas entre pacientes promovidas por los bedeles, motines entre los ingresados por orden judicial (probablemente delincuentes con síndrome de abstinencia, pues hablamos de finales de los ochenta) y violaciones a las que no se da ninguna importancia.
En el artículo de julio (ese en el que el director se excusa de los malos tratos hacia los pacientes desconociendo que eran ilegales o, dicho de otra manera, creyendo que era lo normal, que ese método, los malos tratos, era el procedimiento habitual para tratar a enfermos así) se despacha la denuncia interpuesta por el familiar de uno de los residentes que al verle heridas en el pene averiguó que estaban «debidas a las felaciones que le realizaban otros internos en presencia de los enfermeros, según la querella».
El periodista reproduce, con intención más jocosa que informativa, la declaración de uno de los encausados, que consideran que usar a los residentes como muñecos sexuales no solo es lo normal sino incluso saludable: «este enfermo deja surgir sus más elementales instintos buscando ayuda en las mecánicas y todo lo que lleva faldas en el pabellón. Al no disponer la enfermería de medios para calmar dichos instintos, se permite a este enfermo y a Jaime [otro interno] hacer un bis a bis, tras lo cual queda relajado. Se le da un cigarrillo para calmar su ansiedad y se envidia la cara de felicidad de este enfermo tras su desahogo natural».
Me pregunto ahora, que hace casi veinte años que no hago vida en Santa Coloma, cuántos de los locos que recuerdo siguen vivos, si es que alguno vive aún, y cuántos de ellos estaban ingresados injustamente, sin tratamiento o con tratamientos incorrectos. Cuántos eran simplemente drogadictos sin posibilidad de recuperación, no tanto porque su cuerpo o su mente estuvieran irremediablemente rotos como porque la clínica no les ofrecía ningún tipo de ayuda. Y me pregunto, por ejemplo, cuántos eran homosexuales a los que se enviaba a un centro porque sus familias consideraban que estaban mal de la cabeza o qué sé yo, porque me creo que estas cosas sucedieran también, incluso en una época en la que estaba yo ya vivo (como si eso fuera garantía de nada). Y me creo que una vez cruzaras la puerta de los locos, que está detrás de un puente protegido por mamparas para que nadie salte a la autopista y que es el trayecto que sí o sí tenían que hacer los locos siempre que querían dar un paseo, ya no pudieras recuperarte del todo, aunque fueras allí por algo leve o por una crisis apenas relacionada con lo psiquiátrico. Espero que ya no sea así, pero a saber.
Ah, resulta que en la clínica sí que había mujeres. En los artículos explican que una interna se ahogó en esas piscinas porque nadie la estaba vigilando y que otra quedó embarazada «por uno de los trabajadores».