Revista literaria avant la lettre

Agnes 5

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Agnes estaba tumbada en la cama, mirando al techo, cuando entré en su habitación. Me sorprendió no encontrármela alterada, pegada al móvil, escribiendo como loca entre sollozos como tantas otras veces. «¿Estás bien?», le pregunté. Me esforcé por evitar el tono paternal que tanto la sacaba de quicio. Ni siquiera me miró. Eché un vistazo alrededor y me fijé en su móvil, enchufado al cargador en la otra punta de la estancia. Me senté en la silla, encima de un montón de ropa sucia, y me incliné hacia ella. «¿Me llevas con el coche a pasear?», dijo entonces, con voz de recién levantada. Sin esperar una respuesta, se puso en pie y se calzó las zapatillas. Salimos a la calle, habiendo dejado nuestros móviles en el piso, y conduje sin rumbo por la carretera desierta. Aquella entereza era impropia de ella. Pensé que quizá se había acostumbrado al fin a aquellos saraos. Y se lo dije.

—Parece que cada vez llevas mejor estas cosas.

—El qué.

No respondí. Seguí conduciendo a ninguna parte, esperando que sacara ella el tema.

—Invítame a merendar en algún sitio.

Hubiera preferido hablarlo en el coche. No me fiaba de aquella calma tensa, estaba seguro de que se acabaría derrumbando y prefería que no lo hiciera en público, quería ahorrarme el espectáculo. Cedí, de todos modos, como siempre, y paramos en un bar de carretera que no tenía mal aspecto.

—Me gusta más fría. Ya sé que se sirve caliente, pero me da asco. Lo dulce me gusta frío.

Tras su breve comentario sobre la tarta de manzana, que tenía una pinta estupenda, fui directo al grano.

—Necesito que me cuentes qué ha pasado esta vez.

—Ni idea.

—Si no quieres hablar del tema me lo dices, pero «ni idea» tampoco.

—Te juro que no lo sé. De verdad, ojalá lo supiera.

—Pero ha pasado algo. En las redes. Por eso estamos aquí. Estoy intentando apoyarte.

—No se me ocurre nada. Gracias por preocuparte, de verdad, pero no sé qué ha podido pasar.

Empezaba a sospechar que no mentía. No sabía nada, de ahí la calma. El que estaba en un aprieto era yo.

—He empezado esto porque tú te habías visto envuelta en una polémica. Tienes que darme algo.

—Sigamos conduciendo y quizá me viene algo a la cabeza que te pueda ayudar, pero no me presiones.

Continuamos la marcha en silencio. Ella puso la radio pero le pedí con brusquedad que la apagara. Con música no me puedo concentrar.

—Tienes que relajarte, si no te relajas no te saldrá nada.

—Se han metido contigo en las redes y has estallado. Se te ha puesto todo el mundo en contra.

—¿Pero qué es lo que me han dicho? ¿A raíz de qué?

—Eso es lo que tenemos que averiguar. Sin eso no tiene ningún sentido que me haya preocupado por ti, que haya ido a verte. Tiene que haber pasado algo interesante que justifique todo esto.

—¿Y si en vez de obsesionarte con lo que ha pasado seguimos adelante? Sigue conduciendo, igual nos pasan cosas.

—Ya, pero tenemos que dar con un motivo que justifique nuestra presencia en el coche. Hemos prometido algo, la gente espera una respuesta.

—Bueno, pero no tenemos por qué dársela ahora. No puedes tener una actitud tan cuadriculada, no estás rellenando un Excel. Limítate a conducir, en serio.

—Pero perderemos el interés de la gente. Somos dos personas en un coche, no tenemos nada que ofrecer.

—Bueno, al menos me he comido una tarta de manzana que estaba deliciosa. Caliente, pero deliciosa. Todo esto que me llevo.

—Lo que no quiero es hacer el ridículo.

Mis nervios me llevaban a apretar el acelerador más de lo conveniente. Agnes me agarró del brazo, irritada. ¿O quizá asustada? No lo sé.

—Tranquilízate, joder. ¿Por qué no piensas en algo divertido que nos pueda pasar? Eso se te da bien.

—Algo divertido sería una derrota. Estoy intentando hacer algo distinto.

—Entonces no puedes esperar que te salga con la misma facilidad de siempre. Es normal que te cueste, no estás acostumbrado.

—Creo que es mejor que volvamos.

Había depositado demasiadas esperanzas en ella. No la culpo, pero sentí que me había fallado. Di media vuelta y regresé, dispuesto a intentarlo de nuevo, aunque ella estaba totalmente en contra de deshacer el camino. A toro pasado, debo admitir que tenía razón.

—Sube y túmbate en la cama. Mientras tanto pensaré algo aquí, en el coche, y luego vendré a por ti.

—Como quieras, pero ya sabes que, si buscas resultados distintos, tienes que probar cosas distintas.

—Deja que lo vuelva a intentar.

Me quedé en el coche unos cinco minutos, enfurruñado. Al final me harté y fui a buscarla a su habitación, pero esta vez para anunciarle que abandonaba el proyecto. Subí las escaleras y me la encontré frente a la puerta entreabierta de su habitación, observando el interior con desconcierto.

—¿Qué pasa?

—¡Shhht!

Me pidió con gestos que me acercara a mirar. Y entonces la vi, tumbada apática en la cama, y me vi a mí mismo sentándome encima del montón de ropa sucia, inclinándome hacia ella.

—No borraste lo anterior.

—Mierda.

Tenía toda la razón. No había borrado lo anterior. Habíamos vuelto a empezar, pero ahora éramos cuatro.

—¿Qué hago? ¿Lo borro todo?

—Ni de coña. Entremos.

—Buf, se va a complicar demasiado.

Ya había entrado. Los otros dos se levantaron asustados al verla, no entendían nada. Al verme a mí también dieron un paso atrás, alarmados.

—¿Qué has hecho?

—¿Yo? Nada, te lo juro.

Agnes —versión uno— me señaló y les dijo:

—Resulta que ha decidido empezar desde el principio pero no ha borrado lo anterior.

Me sentí estúpido y me disculpé, pero ella estaba encantada con la situación.

—Parece que ya tenemos algo.

—¿Y la polémica en las redes?

—Olvídate de esto, lo de ahora es mejor.

—Lo de ahora es una cutrez.

—Esto no es lo que yo tenía pensado.

—Pero es metatextual, es chulo.

El otro Víctor me miró entre horrorizado y confundido, pidiéndome explicaciones.

—Es un error. Esto no es lo que quiero. No quiero jueguitos metatextuales, la idea era hacer algo serio. Una historia que enganchara sin artificios tontos.

—Exacto. Bórralo todo.

Agnes —versión uno— me fulminó con la mirada.

—Borrar para qué, si no tenéis nada mejor que esto. En serio —dijo mirando a la otra Agnes — , no tienen nada. Se supone que ha pasado algo en las redes pero no saben el qué. Y pretenden que nosotras se lo digamos. Han empezado sin un plan, no sé qué esperaban que ocurriera.

—Tienes razón, tengo que pensarlo mejor. Pero esto no va a ningún lado.

—Pero ahora sois dos, os podéis ayudar el uno al otro.

La sugerencia de la otra Agnes era una locura, pero el otro Víctor me miró esperando mi reacción y no supe qué decir.

—Creo que te tienes que dejar llevar. Los dos. Os tenéis que dejar llevar. No podéis esperar simplemente que se os ocurra la gran idea. Quizá esto es un poco caótico, pero es mejor que nada. Al menos están pasando cosas.

—¿Lo discutimos mientras merendamos?

Agnes —versión uno— le acercó las zapatillas a la otra Agnes y ambas salieron por la puerta. El otro Víctor y yo las seguimos, cohibidos. Esta vez dejé que condujera él.

—El sitio no está mal, pide la tarta de manzana. Pero pídela fría, que si no te la traerán caliente.

—Uy, caliente no.

—Menudo detallito el de la tarta, eh. Ni hecho adrede.

—Es facilón.

—Por cierto, ¿nosotros somos hermanos o qué somos?

—No está definido.

—Joder, realmente empezasteis sin nada. No sabéis ni las edades ni nada.

—A mí no me mires, el que empezó fue él. Yo soy de la segunda versión.

Al entrar en el aparcamiento del restaurante, vimos un coche igual que el mío aparcado en el mismo hueco en el que lo había dejado en la primera visita.

—Joder, pero es que no estás borrando nada de nada.

—¿Pero qué quieres que borre ahora? A estas alturas no sabría qué borrar, Agnes.

—Mira, allí estamos, en la mesa de la ventana.

—Entonces esos dos son de la primera versión, vosotros de la segunda y nosotros de la tercera.

—O ellos son los de la tercera. Desde nuestro punto de vista, ellos aparecen ahora por primera vez.

—Tienes que borrar antes de que esto sea ingobernable, Víctor.

—¿Pero a partir de dónde quieres que borre?

La otra Agnes salió del coche y fue hacia el restaurante. «Tengo hambre», sentenció. El resto fuimos detrás de ella, hartos de filosofar. Yo había decidido dejarme llevar sin borrar ni una sola coma. Al entrar, el nuevo Víctor fue el primero que nos vio aparecer, y la cara que puso hizo que la nueva Agnes se volviera hacia la entrada. La otra Agnes se acercó sin titubear y se sentó al lado de la nueva Agnes.

—Hacednos sitio. Ahora somos tres parejas. Este tonto no ha borrado nada y nos estamos encontrando todos en la misma historia.

Me fijé en la camarera, que nos observaba alucinada. Ni siquiera había pensado en ella la vez anterior. El nuevo Víctor pasó por la fase inicial de absoluto pasmo, luego exigió un borrado total y finalmente reconoció que era cierto que ninguno de nosotros sabía qué demonios le había ocurrido a Agnes en las redes, y que empezar de cero no iba a mejorar las cosas necesariamente.

—Chicos, lo que yo veo es que estamos en ese punto en el que hemos avanzado demasiado como para borrarlo todo. No digo que no haya que borrar, pero creo que tenemos más posibilidades de sacar algo si seguimos adelante.

—Voy a pedir mi tarta. Si quieres, deja esa y pido que te traigan otra fría.

—No, me termino la mía, tampoco está tan caliente.

La otra Agnes, la hambrienta, fue a pedir su tarta fría a la camarera, que viendo a tres parejas idénticas no se atrevió ni a acercarse a la mesa. Nos quedamos todos en silencio, preocupados, hasta que Agnes —mi compañera, para entendernos— planteó una cuestión fundamental:

—Necesitamos un líder. Uno de vosotros tres. El que ha perdido el control ya sabemos quién ha sido —se refería a mí — . Sin acritud, Víctor, pero creo que se te ha ido todo de las manos y alguien tiene que reconducir la situación. Alguien que tenga una perspectiva más fresca.

—Yo estoy abierto a escuchar a quien tenga un plan, me da igual ceder el liderazgo.

Mentía. Perder el control de la historia implicaba convertirme en un muñeco más. Para caer en eso, prefería borrarlo todo. La otra Agnes regresó con su tarta y se puso a comer sin importarle nada más.

—Que empezaras todo esto sin nada, confiando en que se te ocurriría algo por el camino… no sé, es muy poco tú.

—De hecho, ¿cómo sabemos que dice la verdad? Puede que esté haciendo un personaje. ¿Por qué tenemos que asumir que ellos son la voz del autor?

El apunte de la otra Agnes, que hablaba con la boca llena sin dejar de mirar a la tarta como un depredador, sembró la desconfianza en el grupo.

—Coño, Víctor.

—Vamos a ver, yo soy yo. Hago de mí.

—¿Pero nos estás ocultando cosas o qué?

—No, estoy tomando decisiones sobre la marcha, como todos, de verdad. Pero sí empecé con la idea de que tú, Agnes, te volvieras cómplice no solo como personaje, sino como un segundo autor. Creí que me ibas a ayudar a definir una trama.

—Pero para eso tenías que sacarme de la historia también, romper la cuarta pared y toda esa mierda.

—O sea que hay un plan.

—No, joder, hay una intención inicial muy difusa que al final ha acabado en este galimatías.

—No te pega nada decir galimatías.

—Ya, bueno, pondré otra cosa.

Lío. Puedes decir lío y se entiende perfectamente.

El nuevo Víctor miró a su derecha, a la ventana, con los ojos como platos.

—Mierda. Otra pareja, coño. Hay que borrar ya. Víctor, tienes que parar esto. Están aparcando al lado de los otros coches.

—¿Nos han visto?

—No lo sé. Pero borra, coño.

Como no sabía cómo borrar ni dónde exactamente, ordené que nos levantáramos y nos fuéramos de allí a toda prisa. Los Víctor y Agnes recién llegados se nos quedaron mirando desde su coche, pero era necesario ignorarlos. Seguí dando órdenes, fingiendo determinación:

—Vosotros dos os metéis en vuestro coche y nos seguís. No os paréis a mirarlos, vamos, rápido. Vosotros tres, subid, que conduzco yo.

Obedecieron todos sin rechistar y salimos del aparcamiento cagando leches con la idea de perder de vista a la cuarta pareja.

—Y todo para no tener que borrar…

—Estamos huyendo de nosotros mismos. ¿Es una metáfora o algo? Igual deberías contarnos lo que tienes en la cabeza, Víctor.

No contesté y seguí conduciendo de vuelta al piso como había hecho antes. Agnes encendió la radio del coche y le pedí con brusquedad que la apagara, otra vez.

—Ya te dije que con música no me puedo concentrar.

—A mí no me dijiste nada, borde.

—Me lo dijiste a mí.

Al volver la vista al frente me encontré con un coche igual que el nuestro con el doble intermitente encendido, reduciendo la marcha.

—¿Otra pareja más?

—¿Pero estos quiénes son? ¿Nos llevan ventaja? No entiendo nada.

—Yo tampoco.

—Estarán volviendo al piso.

—¿Pero entonces a qué versión pertenecen?

Por la ventanilla del conductor sacó el brazo otro Víctor, que nos pidió con gestos que aparcáramos ambos coches en la cuneta.

—A ver si esos tienen un plan. Parece que saben más que nosotros.

Del coche de delante salieron Víctor, Agnes y una tercera persona que no habíamos visto nunca. Esa tercera persona —de edad avanzada y con una gabardina gris que le confería un aspecto de inspector de policía, detective o algo por el estilo— ordenó que saliéramos del coche e hizo que nos pusiéramos en fila frente a él, en la cuneta. Tenía una voz grave, cascada.

—Hola a todos —dijo con afectación — . Como ya habéis comprobado, esto se ha salido de madre. Mi responsabilidad es poner un poco de orden.

—¿Y usted quién es?

—Vamos a esperar al tercer coche, el que habéis dejado atrás, en el aparcamiento. No tardarán.

Agnes —a esas alturas ya no sabía cuál de ellas— me preguntó si todo aquello era cosa mía. Le juré que no conocía a ese señor, pero parecía el líder que la historia necesitaba. El último coche rojo, con la pareja de la que habíamos huido, asomó a lo lejos y el señor de la gabardina se puso en medio de la calzada y lo forzó a aparcar detrás de nuestros coches. Los nuevos estaban tan despistados que los demás no pudimos evitar reírnos.

—¿Alguien me puede explicar qué…?

El hombre de la gabardina prometió explicaciones más adelante y ordenó silencio. La pareja que viajaba con él se puso a nuestro lado también. Parecíamos un ejército ridículo de clones, cinco parejas idénticas de pie frente a aquel señor que de repente dirigía el cotarro.

—Me llamo Roberto y soy el editor de todo este tinglado. Como podéis imaginar, me tengo que encargar de la parte más desagradable. Ojalá no hubiéramos llegado a este punto pero ninguno de vosotros ha tenido la habilidad necesaria para reconducir el tema. Os quiero agradecer vuestra participación y siento mucho que hayamos tenido que llegar a esto.

El hombre levantó entonces sus brazos, hizo una señal con los dedos y se echó a un lado. Oímos un ruido ensordecedor a nuestra espalda. El suelo tembló y de detrás de unos arbustos se alzó un helicóptero militar enorme que se quedó con el morro apuntando hacia nosotros. Y no solo nos apuntaba el morro, varios soldados armados hasta los dientes estaban preparados para disparar en nuestra dirección. Incapaces de movernos, presas del pánico, nos miramos unos a otros sin entender absolutamente nada. Creo que Agnes me gritó «borra», pero el helicóptero ahogaba su voz. Una sola ráfaga de disparos nos destrozó en segundos y, luego, se hizo el silencio. Ya no había helicóptero, solo los cuerpos reventados, esparcidos los restos entre la maleza. El editor se acercó a ellos y los examinó. Se detuvo frente a una de las Agnes. Estaba viva. Aterrorizada, pero intacta. La ayudó a levantarse. Habló con ella unos minutos, le dio una pastilla, un calmante. Luego, cuando ya era capaz de mantenerse en pie, Agnes se subió a uno de los coches. Puso la radio y arrancó, dispuesta a regresar al piso sin mirar atrás. Se encerraría en su habitación, esforzándose para recomponerse, y se tumbaría en la cama mirando al techo, pensando en lo que iba a contarle a Víctor cuando entrara por la puerta para preguntarle si estaba todo bien.

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