Bélico
A las 12:38, bajo la metralla y las explosiones, alcancé la chatarra del viejo autobús de la línea S. Encontré al soldado joven, herido, identificable por el cordón azul en el casco y por su cuello largo, que tenía ensangrentado. Otros soldados salían en otras direcciones disparando al enemigo.
—Me duele —dijo el soldado del cordón — . ¡Y ese de ahí no deja de molestarme!
—¿Quién?
—Ese. ¡Ese de ahí!
No vi a nadie en la oscuridad de hierros y asientos rotos.
—¡No para de empujarme!
—Está bien, está bien, chico —le calmé. Pero yo seguía sin ver nada — . Descansa, descansa.
Expulsaba mucha sangre por la herida del cuello. Intenté taponarla con una gasa del botiquín, cuando el soldado de repente saltó a otra zona del autobús. Allí pareció calmarse. Me acerqué, pero ya era demasiado tarde.
Dos horas después, creí ver a alguien en la Plaza de Roma, frente a la estación de Saint-Lazare, donde estaba el hospital de campaña. Creí que era el chico, que parecía que hablaba con alguien que le señalaba el chaleco. Pero eso, eso era del todo imposible.