Hay títulos tan sugerentes que te atrapan antes de abrir el libro. Te hacen volar la imaginación. Comedias vol. II, de Aristófanes, por ejemplo. Con ese título ya me tiene ganado. Risas aseguradas. Y además nadie publica un segundo volumen si el primero no es realmente bueno. De cabeza a por él. La guerra de las Galias, de Julio César. ¡Luke Skywalker en Francia! ¿Quién puede resistirse? Los miserables, de Victor Hugo: ¡zas!, un musical sobre gatos. Me lo llevo sin pestañear. Los ejemplos son infinitos.
Por desgracia hay también títulos pobres y muy mal elegidos que provocan rechazo. Eso me pasa con Dostoyevski. No he leído ni una de sus novelas porque los títulos son malos, no prometen ninguna diversión, ninguna carcajada, ni siquiera una sonrisa. No auguran más que tramas aburridas, clichés y rusos tristes. Por mucho que lo intente, mi imaginación vuela menos que una gallina muerta y solo me acechan historias espantosas sin ninguna originalidad.
Crimen y castigo
Alguien, probablemente llamado Yuri, comete un crimen y lo castigan, a prisión, a la silla eléctrica o lo que sea que se estilase en la URSS por esa época. Un spoiler en el título es muy mala idea.
El idiota
Me viene a la cabeza mi primo Vicente, que una vez hizo sopa de sobre y luego la metió en el congelador. Ahora es actor y las cosas le van razonablemente bien. Mucho mejor que a mí, de hecho. Dudo que Dostoyevski haya oído hablar de mi primo, pero un idiota es un idiota aquí y en Vladivostok y en vez de Vicente se llamará Dimitri, supongo. ¿Cómo le puede ir mejor que a mí a un cretino que está convencido de que puede comunicarse telepáticamente con las ardillas, que fuma en pipa y que escucha música irlandesa? Este invierno, después de una helada, el muy imbécil intentó quitar la escarcha del coche a lametones y la lengua se le quedó pegada al parabrisas. Y no es la primera vez. Oh, Dios, no. No pienso leer ese libro.
Memorias del subsuelo
Anatoli sueña con ser cosmonauta o bailarín del Bolshoi, depende de la nota que saque en Selectividad, pero el día de la Primera Comunión sus sueños se desvanecen cuando recibe como regalo un pico y una jaula con un canario. Comprende que su destino es seguir el oficio de su padre y el del padre de su padre y el de la tía Svetlana. Tendrá que ser Excavador Oficial de la Red de Metro de Moscú. El alma se le cae a los pies pero no importa, porque él se va al subsuelo, que es donde transcurrirá toda la novela. Anatoli es bastante miope. Es un pésimo estudiante y ha suspendido el examen de graduación de la vista. Por eso insiste en echarle alpiste al pico y en golpear la pared de piedra con la jaula, lo que hace que la novela y el túnel avancen con lentitud exasperante y con minuciosas descripciones de cada golpe de canario enjaulado.
Después de cuarenta y siete años solo ha conseguido excavar tres metros bajo la plaza Pushkin y la novela se acaba. Lo peor es que imagino que, fuera del túnel, Anatoli lleva una vida emocionante, roba unos planos del KGB y tiene una aventura con Natasha. Pero claro, Dostoyevski no lo cuenta porque el libro se llama Memorias del subsuelo y todo eso ocurre en la superficie.
Los demonios
Ni hablar. Si mi primo Vicente no me interesa en absoluto, sus hijos me interesan menos.
El jugador
La acción transcurre durante la guerra de Crimea. Mijaíl, Stepan y Nikolái, tres oficiales rusos de la nobleza, tienen la misión de infiltrarse en la retaguardia enemiga disfrazados de anchoa, pero los otomanos los descubren y los encarcelan. En el casino de la prisión, los croupiers turcos les obligan a jugar a la ruleta día y noche, de forma cruel, forzándoles a apostar grandes sumas.
Tras varios meses jugando desaforadamente hasta casi perder la cordura y las respectivas fortunas, logran escapar. Mijaíl y Stepan (que a causa del estrés post-traumático ha contraído tisis y tetraplejia) regresan a San Petersburgo. Sin embargo Nikolái no regresa. Alienado por la experiencia, cae en la ludopatía y cada vez apuesta más fuerte: primero cinco rublos, luego la gabardina de su padre, más tarde la colección de acordeones.
Mijaíl decide ir a rescatar a Nikolái para alejarlo del vicio del juego. Antes, no obstante, se va de caza pero es incapaz de disparar a un ciervo. Los horrores de la guerra le han afectado profundamente y ha jurado a Dios que no volverá a matar a ningún ser vivo de más de un metro de altura. Tras esta injustificable demora, parte en busca de su amigo. Lo encuentra en un decadente casino de Reno justo cuando Nikolái acaba de apostar todo lo que le queda (la dacha familiar y los calcetines) al siete rojo. Es demasiado tarde: la ruleta ya gira. Al cabo de unos segundos, la bola se detiene en el quince negro y Nikolái, arruinado física y moralmente, muere de un fulminante acceso de melancolía. Sus amigos quedan devastados. Incluso Kenny Rogers le compone una canción.
Los hermanos Karamázov
Vladimir, Fiódor y Serguéi son tres hermanos mal avenidos por culpa de la herencia del tío Vassily, que dejó el testamento escrito en ruso. Además son cuatreros en el lejano Oeste y se ofrece una gran recompensa por su captura: 1000 pesos por cabeza y oferta 3 por 2 si los atrapan juntos.
Lógicamente huyen al bosque, donde cada uno se construye una casa. Vladimir Karamázov, que tiene pocas luces, se la construye de paja; Fiódor, que tiene un serrucho, de madera; y Serguéi, que ha oído que hay que invertir en ladrillo, de fajos de billetes.
Por algún motivo extravagante, en el bosque hay un lobo que se dedica a destrozar viviendas y los tres hermanos acaban viviendo en casa de Serguéi. Es entonces cuando dejan de lado sus diferencias e inventan el aeroplano. Es un éxito rotundo pero Stalin les obliga a colectivizar la patente, que pasa a manos de Aeroflot.
Arruinados y tristes, los tres hermanos, que comparten desde pequeños la pasión por el cine, inventan el cinematógrafo, esta vez en París, lejos de Stalin. Su invento se populariza poco a poco y los hermanos comienzan a escribir y dirigir sus propias películas e incluso ganan premios importantes en cuanto empiezan a colaborar con Roger Deakins. Después de una exitosa trilogía de ciencia ficción se cambian de sexo y desde entonces se las conoce como las hermanas Lana, Lilly y Charlotte. Las tres dejan el cine, se recluyen en su casa de Inglaterra y escriben por separado varias novelas románticas victorianas.
Al final de sus vidas vuelven a cambiarse de sexo y montan una cadena de restaurantes tex-mex especializados en pollo frito y en metaanfetamina.
Humillados y ofendidos
No. En serio, ya nos sentimos así cada Navidad, cuando Vicente empieza a hablar de los catalanes.