Dejé Montjuic atrás y seguí caminando en dirección a las Ramblas, intentando no perder la cuenta. A pesar de que había aceptado la cifra sin quejarme, cinco millones de pasos eran demasiados. Tradicionalmente, los padrinos acuerdan el número teniendo en cuenta la gravedad de la afrenta. En su equivocadísima opinión, el insulto que yo había sufrido merecía un disparo a miles de kilómetros. Cuando me dijeron cuántos pasos tendría que caminar antes de apretar el gatillo, levanté una ceja y estuve a punto de mostrar mi oposición, pero no quería que me tomaran por un testarudo y un cascarrabias — aún más — , y me limité a asentir. Qué más daría cinco que cinco millones. Con mi puntería, eso no iba a ser ningún problema.
Por lo que me dijo mi padrino, mi rival sí se quejó y propuso recortar la distancia a un millón de pasos «o incluso menos», y amenazó con tratarme de cobarde, pero su padrino logró calmar los ánimos. Mientras caminaba por la orilla del Besós, me pregunté si los padrinos querían justamente eso, que nos tranquilizáramos con el paseo y no llegáramos a disparar. Difícil: con cada paso tenía más ganas de resarcirme.
La pistola me comenzó a pesar en las afueras de Girona. Me pregunté si podría dejar de apuntar al cielo y guardarla en el bolsillo de la chaqueta, pero me pareció una forma poco elegante de batirse en duelo, así que mantuve la pose y aguanté los calambres en el brazo con estoicismo y gruñidos. Además, la comida me salió gratis: cuando entré en el bar de carretera, todo el mundo salió gritando. Desde entonces entraba avisando de que llevaba una pistola por un duelo y no por un atraco.
Habíamos acordado la dirección en la que iría cada uno de nosotros. Yo prefería el frío del norte y agradecía las temperaturas suaves de esos días en Francia, mientras que mi rival era más de calor africano. Durante su viaje en ferry para cruzar el estrecho, mi rival no dejaría de caminar, para que ambos estuviéramos en igualdad de condiciones al finalizar el viaje.
En un pequeño pueblo cercano a Borgoña el camarero me preguntó si estaba batiéndome en duelo.
—¿Tanto se me nota? —dije, bromeando y señalando la pistola. Los dos nos carcajeamos con ganas (me hacía falta relajarme), pero enseguida se puso serio.
—Mi tío se batió en duelo.
—Cuántos pasos.
—Dos millones. Fue horrible.
—¿Le dieron? —Es importante no preguntar si «perdió». Los duelos no se pierden: ambos rivales salen de ellos con el honor recobrado. Han surgido grandes amistades gracias a los duelos. Incluso matrimonios.
—No, no le dieron. Pero se perdió. Aún lo estamos buscando. Su rival cree que se dio a la fuga, pero nosotros sabemos que es mentira. Es verdad que esto fue antes de los móviles con GPS, pero aun así, le recomiendo que lo deje, aún está a tiempo.
Es verdad que nadie quiere perderse en Francia, ¡es todo carísimo! Pero seguí con mi viaje porque tenía que resolver aquella disputa de modo racional, es decir, con un disparo. Aunque reconozco que seguía teniendo dudas. Una comida especialmente desagradable en Karlsruhe me llevó a replantearme mis intenciones. ¿Merecía la pena bajar la pistola, poner un whatsapp en el grupo «Duelo 3» y pedirles a los padrinos que buscaran una solución? ¿No estaba exagerando? Al fin y al cabo, pensé mientras me repetía la salchicha al curry, mi rival solo insistía en que me había colado en la cafetería de la oficina.
Pero enseguida me di cuenta de que esa idea era una estupidez y de que mis dudas solo se debían a que aquellas patatas fritas habían salido de una bolsa de congelados para entrar luego en un microondas. Había pocas faltas de respeto peores que aquella —la de mi rival, no la de las patatas— y pocas muestras de ignorancia más insultantes que desconocer que el orden alfabético tiene prioridad sobre los demás órdenes y que además cuenta el nombre de pila y no el apellido (¡no estamos en la escuela!).
No entró en razón y tuve que salir corriendo a unos grandes almacenes, comprar unos guantes y abofetearle con uno de ellos. Eran de lana, los únicos que quedaban, y aún gracias porque ya estábamos en junio. Se perdió algo del efecto dramático, pero valían para duelos igualmente. Lo ponía en la etiqueta, al lado de los avisos de lavar en frío y no planchar.
Ah, Leipzig. Siempre había querido visitar Leipzig porque ese es justo el sonido que hace mi esposa cuando escupe. Hice una parada con la intención de enviarle una postal, pero como ya no hay postales —se ha perdido el romanticismo de las cartulinas — , le compré por Amazon media docena de huevos, que siempre vienen bien.
Llegué a Kaliningrado. Al cruzarla, no sé qué vuelta di, pero pasé dos veces por tres de los siete puentes. Atravesé las repúblicas bálticas, que estaban llenas de finlandeses comprando alcohol, y llegué a San Petersburgo. Conté bien los pasos para que el número cinco millones fuera justo en la puerta de la iglesia del Salvador sobre la sangre derramada, que me pareció una clara referencia a mi figura y a la sangre de mi rival, dicho sea con toda la modestia.
Me giré.
Apunté.
Y, lo admito, dudé de nuevo.
Después de casi un mes de viaje, cansado y con el brazo dolorido como si hubiera pasado una noche de amor a solas, pensé que lo más honorable y lo más noble sería disparar al aire y mostrar mi predisposición a perdo…
No pude acabar de formular aquella idea.
Noté un impacto en el hombro y mi espalda golpeó contra la pared de la iglesia. Solté un irreverente «hijo de puta», que no fue tan irreverente porque estaba fuera de la iglesia y además era una iglesia ortodoxa, es decir, de herejes. Mi rival me había dado, aprovechando de forma poco caballerosa aquellos segundos en los que me había mostrado generoso y, por tanto, blandengue.
Volví a apuntar. Sí, le iba a dar de pleno.
No le veía bien porque me tapaban la torre Eiffel, la Sagrada Familia, un señor de Calatayud y una señal de stop. Pero, al fin y al cabo, solo tenía que apuntar en línea recta.
Disparé.
Emprendí el viaje de regreso, esta vez en avión porque ya no hacía falta contar pasos. Fui directo del aeropuerto a Montjuic, donde me esperaban mis padrinos.
—¿Y bien? —Pregunté nada más llegar, mientras el médico se me acercaba para vendarme el hombro.
—Está muerto.
—Murió con honor —Y tras una pausa — : ¿Dónde le di? ¿En el corazón? ¿En la frente?
—Huy, no, le diste a un árbol que estaba a unos 50 kilómetros a su derecha. Le acaba de atropellar un autobús en la plaza de España, mientras venía a vernos.
—Bueno, es que esa plaza es un caos.
—Desde luego.
—Yo ya no conduzco, pero con el coche nunca iba por ahí. Prefería dar vuelta y tardar más.
—Y tanto. Y la de Francesc Macià, peor.
—Mucho peor.
—Lo raro es que no haya más accidentes.
—Bueno, pues murió con algo de honor.
—Por culpa del ayuntamiento.
—Menudo desastre todo.