Revista literaria avant la lettre

Velatorio de doña Amparo, 2ºB

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Se hace tarde en casa de la señora Presentación. En el ambiente todavía flotan los comentarios de ancianas que han acudido a dar el pésame, porque desde que murieron sus maridos se aburren en casa y porque conocían a la difunta de algún café con churros. Sobre un sofá cubierto por una tela con dibujos de hojas otoñales, que parece pedir ya el garrote por piedad y por el cansancio de soportar culos octogenarios desde hace siglo y medio, están la ya citada dueña de la casa, la señora Presentación, y su nieto Abelardo, que no había sido citado hasta ahora por falta de tiempo y espacio. 

Hay silencio en el ambiente y ambos parecen recrearse en esas frases fúnebres y en las felicitaciones, que también se han dado, todavía presentes en la habitación. Ha pasado el bullicio de la muerte, pero quedan los susurros y la confusión de los que aún creen seguir con vida.

—Qué pocas perras valemos.

—Y más, le aseguro yo, ya no vamos a valer. 

—No es sano mercantilizar la vida, como si el ser humano fuese una hortaliza que pierde su valor de mercado a medida que mengua su juventud. 

—¿Qué dice tu chico?

—No lo sé, acaba de terminar Humanidades, pero no sabía que ahí daban también cuestiones del campo.

Una voz histérica irrumpe desde el rellano, acompañada por una serie de violentos golpes en la puerta del piso. 

¡Abran la puerta, maldita sea!

—Está muy bien eso de tener estudios estando las cosas como están. ¿A qué se dedica? 

—Pues habiendo estudiado Humanidades se dedicará a Humanizar, digo yo. 

—Qué bien, qué bien. ¿Y te gana un buen jornal con eso?

—Doña María José —interrumpe el licenciado en Humanidades; el, ahora sí, citado Abelardo — , el problema de mercantilizar las facultades físicas humanas es el mismo que le conduce a tratar como un bien vulgar las ambrosías de la formación superior. La calidad del conocimiento, querida, no responde a la mera retribución económica que se obtiene de los mismos.

—Qué bien hablado, joven. ¿Y a qué responde? Si me permites preguntar y perdonas mi ignorancia. 

—Yo pienso, y perdona que te interrumpa sin tener yo nada de carreras, que es una simple relación simbiótica ético-espiritual, entre unos valores adquiridos a partir de diversas lecturas y la parte inmaterial que todos poseemos, que se ve agrandada con dicho trabajo intelectual y que Dios recompensará cuando toque. 

—Está muy claro —sentencia el tertuliano — . Responde al hecho de que no solo de pan vive el hombre, siendo aquel que necesite menos pan el que más formación intelectual posee, no dejándose seducir por ridículos placeres mundanos como el comer o el beber. 

¡Abran la puerta o la tiro abajo!

—¿Y qué es eso otro de lo que vive el hombre, aparte del pan?

—De la cuppedia, el manjar que es la capacidad de que la escritura y la lectura te envuelvan en el bello vapor que no te permite distinguir las horas de los días. 

—Tienes razón, pero, hasta donde yo sé, en mi pueblo la gente no solo de pan vive, pero sin pan te aseguro que no quedaría ni uno en pie. 

—No lo niego. 

—¿Y eso de las Humanizaciones te da para pagar ese pan?

La señora Presentación ve la oportunidad de realizar otro aporte valioso, a pesar de seguir sin tener una carrera. 

—A eso te respondo yo, amiga, que para eso manejo las cuentas de la pensión de viudedad que me dan todos los meses.

¡Podría tirar la puerta, pero no lo hago porque a lo largo de mi vida siempre me he jactado de tener, frente a cualquier adversidad, una actitud cívica y racionalista anclada en una cosmovisión de radical pacifismo! ¡Abran la maldita puerta! 

—Algunos sois muy afortunados. 

—No digas esas cosas. Ahora que sacamos el tema de mis viudedades, ¿cómo está tu marido?

—Pues muerto, Presentación. Desde hace cincuenta años, y cada vez más.

—Entonces cobrarás lo mismo que yo. Te quejas de vicio. 

—Ya, pero yo necesito más pan que vosotros para vivir, que a mí eso de las novelitas me da sueño.

Abelardo y su abuela siguen solos en el salón. El licenciado, con el problema de ser un intelectual comprometido, no deja de analizar una estatuilla ni pequeña ni grande que su abuela tiene en lo alto de un viejo mueble repleto de cachivaches. Abelardo recuerda esa estatuilla desde siempre y tiene la opinión de que venía con el piso. La figura en cuestión está compuesta por una pastorcilla jóven, pálida y coqueta a la que acompañan dos alegres perros, genéricos, que la miran con devoción como si ella les diese longanizas a diario. Los tres forman un curioso grupo. No parecen ser conscientes de que llevan décadas cogiendo polvo en un estante. 

—En fin. Pobre Amparo.

—Aún me parece verla aquí en el sofá. ¡Cómo nos reíamos viendo las telenovelas turcas! Amparo, Amparo. Y qué cuerpos salen en esas cosas, hija mía. Qué hombres.

—Ya lo sé, Presen, ya. Qué te crees. En fin, así es la vida. El muerto al bollo y el vivo a dar el callo. 

La pastorcilla y sus perretes parecen hoy más contentos que otros días, todo sea dicho. 

—Era prima tuya, ¿verdad?

—Pero qué cosas dices, María José. 

—¿No? Pues yo pensaba que sí. Perdona, Presen, que soy una bocazas. No he caído en que era tu hermana. Claro, se hace tarde y una ya no tiene edad para trasnochar. 

—Pero qué hermana ni qué ocho cuartos. Yo soy hija única.

—¿Qué me dices?

—Cómo lo oyes. Desde hace muchos años, y cada vez más, como dices tú. 

¡Abran de una vez!

—Pues entonces ¿qué hacemos aquí?

—La tía aún me lo pregunta. ¿Lo oyes, pequeño?

—Comprensión y mano izquierda, abuela. 

—A mí frentepopulismos no. Avisado quedas.

—Perdón, abuela. 

—Querida María José, doña Amparo era mi vecina, pero, como sus hijos la tenían abandonada, vivía, por así decirlo, conmigo. Que las que tenemos una edad parece que cuanto más nos juntamos, menos edad tenemos. ¿No te has dado cuenta del velatorio que hay montado en el piso de al lado? Menudo trajín llevan ahora. Claro, como se han enterado de que la herencia me la ha dejado a mí, pues se han debido acordar de que la querían mucho. 

¡Abran o llamo a las autoridades pertinentes! ¡Cuatreros!

—¡Anda! Claro, ya decía yo que la gente te ha estado felicitando antes de irse. Yo pensaba para mis adentros que no recordaba que tu hermana, o prima o prima hermana, fuese tan  mal bicho como para que su muerte fuese a suponer tremendo descanso.

—Pues no era por eso, no. 

—Es que una, en contadas ocasiones, no alcanza a ver esa fina línea que separa la envidia católica, que se dirige hacia todos los que alcanzan lo eterno, del mero bienestar monetario. 

Se hace demasiado tarde en casa de la señora Presentación. Hay silencio. Cuando María José ha visto que ese velatorio carnavalesco debía finalizar ha salido dispuesta a volver a su casa y, con algo de recochineo, a decirle cuatro cosas a ese energúmeno que aporreaba la puerta y que, por distintos avatares de la vida, ha resultado ser uno de los sobrinos de doña Amparo. 

—Yo sé, desde hace años, que ustedes no se han preocupado de la pobre Amparo ni un solo día. Que las que teníamos que frenar sus lloros éramos la Presen y una servidora. Malnacidos, que sois todos unos malnacidos. Lo sabré yo, que era con Amparo uña y carne, y carne y uña. La mitad de la herencia va a ser para mí, ya me lo ha dicho la Presen. Ahí os quedáis. 

Se hace inaguantablemente tarde y Abelardo mira, con el edificio ya calmado, los ojos de la pastora y sus perros en ese permanente estado de gracia. La pastora sigue ahí, sin leer ni un libro, y, no sé si lo he dicho, es cada vez más tarde. 

—Abuela, yo en realidad he venido porque al saber lo de la herencia quería pedirte algún dinero. Te lo pido porque han sacado una edición conmemorativa de los Episodios Nacionales y me gustaría hacerme con ella. 

—Pero eso será carísimo, ¿no?

—Bueno, la ocasión bien lo merece. ¿Tú los has leído?

—Yo es que, como no acabé el Bachillerato, me quedé solo en ojear los Municipales. Deberías empezar por esos, que seguro que me salen más baratos.

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