Revista literaria avant la lettre

La penitencia de Adolfo

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He decidido vomitar mis pensamientos en este papel, a ver si así consigo calmar mi espíritu indigesto. Yo soy un sacerdote, uno cristiano y ya muy viejo. Una duda me atormenta desde hace mucho tiempo y no me deja morir en paz. Es una duda sobre la penitencia, que es muestra de buena fe, de arrepentimiento real y sincero. El cristiano perdona si el perdonado demuestra, penitencia mediante, que merece tal perdón. Si quieres un perdón, habrás de dar una penitencia, ese es el negocio de la Iglesia.

La duda nació en un episodio de mi juventud, en Alemania, en aquel tiempo rebelde y loco conocido como Segunda Guerra Mundial. Tres años antes yo había sido enviado junto con las tropas de la legión para el soporte espiritual de los soldados. Me instalé a las afueras de Berlín y en una pequeña capilla rezaba por las almas de los valientes hombretones de la división azul. Así, estando su alma cubierta por mis oraciones, no importaba demasiado que muriesen en combate, ya que irían al cielo de inmediato, y era posible ahorrar en munición y combustible. Hacía meses que los soldados españoles habían huido de la guerra, pero a mí nadie me avisó ni fueron a buscarme, así que seguí rezando, porque no me costaba nada y estaba entretenido.

El suceso ocurrió un cuatro de mayo, un día antes del cinco de mayo. Lo recuerdo bien, yo estaba echando una siesta en el confesionario, que es siempre un lugar fresco y tranquilo a mediodía, cuando me sorprendió un hombre uniformado que quería, al parecer, confesar sus pecados. Al principio no le vi bien, porque yo estaba con los ojos cerrados y el confesionario es un lugar oscuro —en muchos sentidos — , pero en cuanto mis ojos se adaptaron a la luz tenue lo reconocí de inmediato, era una silueta más que conocida. El hombre se arrodilló y se persignó. Suspiró profundamente y dijo, moviendo apenas su breve mostacho:

—Ave Marrría Purrrísssima.

Su voz era inconfundible, la había escuchado miles de veces a través de la megafonía de las calles de Berlín. Era Adolfo Hitler, nada menos, el político mejor valorado de Alemania. Yo me sobresalté al instante, ¡caracoles! Tenía delante al Führer, al emperador de Europa, al faraón bávaro. No me lo esperaba para nada, con la baba caliente de la siesta todavía colgando, contesté:

—Sin pecado concebida?? — me salió entonación de pregunta, de puro nerviosismo.

—¿Sin pecado concebida? —dijo él, extrañado.

—Eso dicen.

La respuesta pareció contrariarlo, pero él estaba decidido a confesarse. Así que, una vez superada la confusión, dio comienzo a la confesión. Se sacó el sombrero, en señal de respeto, y un peluquín que no hubiera sospechado nunca, supongo que como muestra de transparencia. Se humedeció los labios con su lengua áspera, que al pasar por el bigote sonó como cerilla contra papel de lija, y comenzó a hablar.

Adolfo confesó, vaya si lo hizo. Me contó todos los pecados de su vida. Empezó por algunos típicos de la niñez y primera juventud: mentir a su madre, envidiar a otros niños o ir a la guerra. Después comenzó con la confesión potente, lo del holocausto, o «el temita», como él lo llamaba. En este tramo Adolfo estaba especialmente vivaz, por momentos parecía sentirse orgulloso. Decía: «Padrrre, estas pecados que le voy a contarr son cosa exsepsional. Qué cosas he hecho, padrre. Estos pecados no loss ha escuchado usted antes, ¿a que no?». En realidad, yo ya conocía muchos de aquellos pecados, cómo no, la mayoría eran publicados en el Boletín Oficial el Estado. Hubo otros, es cierto, que me sorprendieron y, por qué no decirlo, me desagradaron; no he vuelto a comer chucrut en toda mi vida.

Duró la confesión casi hora y media, hasta que su alma hitleriana se vació por completo. Una vez acabado el cuento, llegó el momento de establecer la penitencia, y fue en ese momento cuando la duda se apoderó de mí. Todo cuanto sabía se mostró inútil y ridículo. Me vi pequeño y asustado, indefenso, paradójicamente, cuando un tirano me pedía castigo. La duda: ¿cuántos Padres Nuestros equivalen a seis millones de judíos?

Me vi completamente superado. Yo no era más que un joven cura de provincias, esa penitencia era cosa de obispo, ¡por lo menos! En el seminario no se enseña a lidiar con pecados tan superlativos. Adulterio, robo, un asesinato quizás, pero ¡seis millones de judíos! No aparece algo así en las tablas de equivalencia oración-pecado. No sabía ni por dónde empezar. Yo sabía cuánto diría por un asesinato, ¿debía multiplicar eso por seis millones? Eso es un cálculo imposible sin asistencia electrónica. Quizás por cada mil muertos debía restar uno, para no alargar demasiado el castigo, ¿o debería sumar dos, para penalizar la reincidencia? A lo mejor existía una oración más larga y densa para estos casos, un «Abuelo Nuestro» que sirviese para perdonar muchos asesinatos a la vez. No tenía ni idea. Me quedé bloqueado.

Adolfo seguía al otro lado, demandando castigo, y los confesionarios solo tienen una puerta, por lo que no tenía escapatoria. Pensé en perdonarlo sin más, ganas no me faltaron, pero un perdón sin penitencia no es perdón, es tan solo un insulto a las víctimas y al pecador, porque les arrebata la trascendencia que merecen. Me decidí a dar una respuesta, e hice números de forma rápida, lo mejor que supe.

Me salieron un millón de Padre Nuestros. Eso eran muchas oraciones. De hecho, promediando una duración de 12 segundos por Padre Nuestro, son 138’8 días recitando ininterrumpidamente, pero, teniendo en cuenta la necesidad del sueño, el que la conciencia permita, las comidas y demás cuestiones nos vamos acercando al año de penitencia. Un año entero dedicado a rezar la misma oración, y todo esto suponiendo que no se pierda la cuenta, algo probable porque no hay rosarios con tantas cuentas. ¡Era una penitencia enorme! Al repensarlo me parecía exagerado, un año es un tiempo incalculable y resultaba inhumano tanto castigo. La Biblia nos enseña, nos incita incluso, a ser compasivos. Era demasiado tiempo. Además, semejante penitencia sería contraproducente, porque ni el espíritu más sólido podría mantener tal constancia en el arrepentimiento. Abandonaría su propósito y no quedaría perdonado, evitando así el único mecanismo capaz de esfumar, de un plumazo, todo el daño producido. ¡Tenían que ser menos!

Sin embargo, pensé, un millón de Padre Nuestros continúa siendo menos que el número de personas judías —que no por ser judías son menos personas— asesinadas. Muchas menos. De hecho, no llega ni a un Padre Nuestro por asesinado, lo cual me parecía injusto. Otorgar solo un sexto de oración a cada alma era una broma de mal gusto, una tacañería oracional injustificable. Padre Nuestro que estás en el cielo, santificado sea. Esto es un sexto de Padre Nuestro, tan solo eso. Ni medio renglón por vida arrebatada, se me hacía insuficiente, la verdad. Es más, habida cuenta de la pirámide poblacional, era posible que con la penitencia propuesta Hitler recitara menos «Padres Nuestros» que «padres suyos» hubo asesinado. Mal, muy mal. Inaceptable. ¡Me quedaba corto!

La duda era compleja. Perdonar es cristiano, pero los cálculos a veces son un quebradero de cabeza. Sin embargo, tenía que hacerlos, por supuesto, porque el esfuerzo sería agradecido por millones de judíos asesinados que podrían ver —desde el infierno, claro, los pobriños— cómo se hacía justicia y cómo el daño quedaba reparado. Reparado totalmente porque, si un cristiano perdona, ya no ha lugar a reproches por parte de nadie. «Si el cura acepta el perdón, todos los demás, chitón». Nervioso e inseguro, le comuniqué la penitencia a Adolfo, quién ya se estaba impacientando. Me miró solemne y, tras persignarse, se acomodó el bigote y abandonó el confesionario.

Ahí fue mi duda, sigo sin tener claro si la penitencia fue la correcta, ¿cómo saberlo? Si me pasé, pobre Hitler, si me quedé corto, pobres asesinados. No sé por quién debo sentir lástima, si es que debo sentirla… Quizás solo de mi mismo. Tampoco sé si Adolfo acabó la penitencia y fue, por tanto, perdonado. En cualquier caso, esta preocupación es completamente irrelevante: Hitler murió un tiempo después de suicidio, y ese es el único pecado que no puede confesarse.

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