Revista literaria avant la lettre

Carta a mi amigo Biel, a propósito de mis restos mortales

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22 de noviembre de 2020

Hola, Biel:

El día 18 de este mes cumplí 40 años. Sé que has pasado ya por el trance que supone esto, de modo que asumo que compartirás también mis pensamientos recurrentes sobre la decadencia física y la muerte. La mitad del partido se ha jugado ya, etcétera. Se vuelve uno miedoso y también previsor. En el marco de esta circunstancia, quiero comunicarte mi decisión de no donar mi cuerpo a la ciencia. No sé aún qué quiero que se haga con mis restos después de mi fallecimiento, necesito tiempo para ofrecer alguna alternativa interesante, pero sí es seguro que me niego a que la ciencia disponga de ellos. Te preguntarás por qué te hago partícipe de esta información tan personal. El motivo es que sé lo mucho que representa la ciencia para ti. Sé que crees en su papel fundamental para el avance del conocimiento y para el mejoramiento de la vida de las personas. Y no quiero morirme y que te enteres de que rehusé donar mi cuerpo a la investigación científica sin haberte podido explicar por qué. Me niego a que pienses que, en mis últimos días de existencia, me había convertido en uno de esos fanáticos que desprecian la ciencia o que defienden tesis místico-mágicas sobre el alma y el cuerpo, incompatibles con su supuesta profanación. Nada de esto. Mi cambio de opinión tiene más que ver con la logística que con las convicciones. Para que lo entiendas, debo hablarte de mi abuela Carmina.

Mi abuela Carmina siempre me recordó a ti. No solo físicamente —delgada, de pelo lacio, fumadora— sino también por su carácter —divertida pero nunca estridente, reflexiva, fumadora — . Ella, como tú, creía en la ciencia. Bien es cierto que esa creencia fue motivada por algunas predicciones del horóscopo de la revista Pronto, al que ella atribuía un carácter científico, pero luego la fortuna quiso que Televisión Española emitiera un capítulo de la serie “Cosmos”, la de Carl Sagan, la original, y con eso la ciencia terminó de convencerla, y esta vez, ya sí, con sólidos argumentos. Carmina decía con orgullo que quería donar su cuerpo a Carl Sagan, a quien adoraba, y que, si no era posible, se conformaba también con que se usara en las prácticas de anatomía forense de un hospital universitario, aunque fuera de provincias. Cualquier opción le parecía mejor que echarlo simplemente a perder. Todo muy cabal, todo muy razonable, hasta que la pobre Carmina enfermó gravemente y tuvimos que empezar a pensar seriamente en el asunto de la donación y en sus aspectos legales y procedimentales. ¡Comenzaba aquí la pesadilla! Tras algunas llamadas estériles al 010 y no pocas cartas sin respuesta a la revista Science, mis padres y yo logramos contactar con Indalecio Martín Logar, responsable de la gestión de finados en el Hospital Madre de Dios de Guadalupe, que nos recibió en la cafetería del propio centro —a tres horas en coche de donde vivimos — . El hombre nos despachó en poco más de diez minutos y de mala gana. Nos dijo que “hay muchísima gente en lista para donar su cuerpo, no es precisamente una idea original, pero cuando lo tengan me contactan y veremos si hay hueco”. Ya, de entrada, una actitud altiva, ¡como si estuviéramos pidiendo un favor! “¿Qué es esto? ¿El mundo al revés?”, recuerdo que le dijo mi madre, indignadísima. Al doctor Martín Logar le resbalaron nuestras quejas, se ve que tenía muchísimo trabajo, muchos cuerpos donados que gestionar. Nos preguntamos entonces si era verdad que la ciencia necesitaba más cuerpos. De no necesitarlos, sería de agradecer que al menos lo comunicara. 

Lo único bueno de aquella desagradable entrevista fue un folleto que mi padre vio en la recepción del propio hospital. Un tríptico explicativo para familiares de pacientes recientemente fallecidos que recordaba algo que para nosotros era una absoluta novedad: “TENGA EN CUENTA QUE, SI SE DECIDE DONAR EL CUERPO A LA CIENCIA, NO PODRÁ CELEBRARSE EL VELATORIO”. Primera noticia, francamente. Aunque el motivo es de peso: la ciencia no puede usar un cuerpo maquillado y poco fresco, hablando en plata y sin tecnicismos. Hay que efectuar la donación con premura una vez se ha producido el traspaso, en una lamentable carrera contra la implacable degradación de los tejidos. 

Nada hay más desagradable que hablarle de la muerte a un moribundo, pero el sentido de la responsabilidad nos empujó a superar los reparos y a dirigirnos con franqueza a la pobre Carmina, a quien el médico de cabecera había dado unas doce o trece horas de vida —la inexactitud se debía al reciente cambio de hora, pero no quiero detenerme en detalles — . “Carmina, o velatorio o donación, las dos cosas no pueden ser”, le informó mi padre siendo todo lo delicado que pudo pero sin caer por ello en la ambigüedad. Entonces aprendimos que los casi muertos son duros negociantes porque tienen poco que perder. Carmina quería las dos cosas y no estaba dispuesta a ceder, alegando que muy poco había pedido en el transcurso de su existencia —y razón no le faltaba, siempre supo amoldarse al infortunio y era de buen conformar — . Exigía el velatorio para darnos a nosotros, sus familiares, la oportunidad de despedirnos, y exigía al mismo tiempo la donación del cuerpo, sí o sí, para la ciencia. Recuerdo que mi madre llegó a lamentar en voz baja, carcomida por la frustración y la tristeza, que Carmina se hubiera revelado como una moribunda intratable habiendo sido siempre tan buena enferma. En definitiva: tuvimos que adelantar el velatorio, Biel. Me refiero a adelantarlo un poco al fallecimiento. A Carmina le pareció bien que veláramos sus restos cuando le quedaban aún seis horas de vida, haciéndose ella la muerta para que el ritual fuera lo más ortodoxo posible “y para que me sirva de ensayo general”, añadió, encantada con la idea. Contra todo pronóstico, pensó que era un privilegio poder asistir a aquella despedida y escuchar las palabras que a su memoria quisiéramos dedicar —lo cual coartó un poco la libertad de algunos familiares e hizo que otros, entre quienes por supuesto no me cuento, cayeran en un vergonzoso “peloteo”, pero no quiero juzgar a nadie porque la situación no fue fácil para ninguno de nosotros a excepción de la homenajeada, a la que se veía de hecho bastante satisfecha, si te soy sincero, e incapaz de disimular alguna media sonrisa ocasional — . La propia Carmina había insistido minutos antes en decir sus últimas palabras comprometiéndose —y bien que lo cumplió— a no decir nunca nada más para que fueran literalmente las últimas palabras que dejaba dichas. Murió feliz, según me cuentan, pues yo no quise estar presente. Aunque mi tío asegura que dejó este mundo escupiendo sangre como si estuviera poseída por el mismísimo demonio —una imagen de la que me permito dudar, pues José Francisco siempre ha sido muy dado al drama épico y a la fabulación — .

Puede que lo que te cuento te parezca divertido, y no te culpo. Pero considera también el enorme sacrificio que tuvo que hacer la pobre Carmina para amoldarse al protocolo de la donación de cuerpos a la ciencia. Sé que falleció sabiendo que había hecho lo correcto, y esto sin duda me da paz, pero no estoy seguro de que hubiera aceptado todo aquello si hubiera sabido lo que venía después. Porque sí, querido Biel, el drama kafkiano no acababa aquí. 

Muerta la abuela, movidos por la prisa y con el coche aparcado en el quinto pino, bajamos los restos de la Carmina entre cuatro por la escalera —“siendo un primero es tontería el ascensor”, apuntó mi primo Sergio, que luego se desentendió del asunto cuando vio lo mucho que había que maniobrar en los descansillos — . Ya con el cuerpo embutido en el maletero, que no sabes lo que costó la operación —los dos pies saliendo por el agujero que hay en el centro de los asientos traseros — , nos dirigimos al Madre de Dios de Guadalupe a velocidad poco legal y soportando los comentarios supuestamente ocurrentes de mi primo sobre los mejillones de la abuela —propuso incluso, el muy cafre, que donáramos los pies a la Marisquería Don Gerardo — . Llegamos por fin al destino en dos horas y media, con el calor de agosto y los nervios a flor de piel. Mi padre preguntó en recepción por el doctor Martín Logar, que sin que fuera una sorpresa para nadie resultó estar ocupado. Hubo que mover el coche tres veces para que pasaran las ambulancias y yo no podía dejar de pensar en el inexorable paso del tiempo y en el cuerpo de la pobre Carmina echándose a perder. Casi una hora tardó el hombre en atendernos. Quiso ver el cuerpo antes de negociar nada, y ya le pareció un indigno esfuerzo el de tener que ir hasta el coche para echarle un vistazo a la abuela. “Podemos hacernos cargo de la mitad. De la cintura hasta la cabeza”, sentenció fríamente, sin un “descanse en paz” o unas sencillas condolencias, lo mínimo exigible, creo yo, en estos casos. “¿Qué quiere decir con la mitad?”, replicó mi madre. El doctor la miró como quien mira a un niño medio tonto. “¿Es el mundo al revés?”, preguntó también, de nuevo con nefasto resultado. “Nos hacemos cargo también de serrarlo, pero lo que sobre, es decir, la parte de la cintura para abajo, tendrán que gestionarlo ustedes”, informó el facultativo.

Te puedes imaginar la tensión vivida por todos nosotros en aquellos momentos: el tiempo apremiando, el coche mal aparcado y el dolor de la pérdida, todo ello nublando nuestro juicio y poniendo al doctor de los nervios también. Finalmente mi primo Sergio recomendó la estrategia del pájaro en mano: se nos daba la oportunidad de donar a la ciencia medio cuerpo, así que tendríamos ya medio deseo cumplido. Era mejor esto que fracasar del todo. Así que vino finalmente un camillero —torpísimo, seguramente un estudiante— y se llevó a Carmina al departamento forense. Quince minutos tardaron en serrar el cuerpo y devolvernos nuestra mitad envuelta en las mismas sábanas con que habíamos tapado cristianamente a la pobre mujer. Diez minutos más tardó mi padre en rellenar el formulario de entrega y obtener el comprobante sellado, otros doce en pagar el parking y casi veinte en cargar de nuevo el cuerpo, o el medio cuerpo, en el maletero, que al menos esta vez cabía entero sin que los mejillones tuvieran que invadir el interior del coche.

“¿Y ahora qué?”, nos dijimos. “De momento, salgamos de esta mierda de sitio, que las sirenas me están desquiciando”, exclamó mi padre, ya perdida la paciencia. Y mientras dábamos la vuelta en dirección a la salida, veo por el retrovisor derecho que el camillero torpe nos hace señas, indicándonos que demos marcha atrás. Como mi padre no es bueno maniobrando, finalmente es el chaval el que viene a nuestro encuentro y le hace entrega a mi padre de una nota manuscrita. “¿Qué pone aquí? No entiendo la letra”, protestó mi padre, dejando claro por si las moscas que “tengo un papel sellado que dice que lo que hemos entregado, ustedes se lo quedan”. “Que dice el doctor que en el Hospital San Braulio de Rascafría necesitan mitades inferiores, pero que mejor pregunten antes”, responde el camillero. “Esto parece una yincana”, se quejó mi madre, cargada de razón.

Llamé prudentemente al centro hospitalario de marras y, efectivamente, allí sí estaban dispuestos a recibir los restos de los restos. Pero con una condición: a las dos de la tarde cerraba el departamento, y no habría admisiones hasta el próximo lunes. “Podemos llegar a las dos y diez como pronto, caballero, milagros no me enseñaron a hacer. Y hasta el lunes estas piernas no me aguantan, creo yo, sin saber nada del tema”, informó mi padre con bastante tino, la verdad. Dijo además que veníamos de parte del doctor Martín Logar, dando a entender astutamente que nos unía una estrecha relación. No sé si fue por esta artimaña suya o simplemente porque la suerte se puso al fin de nuestra parte pero, finalmente, después de una mañana entera dando tumbos, pudimos efectuar la donación de la otra mitad del cuerpo que se había quedado sin donar. Una odisea que, como comprenderás, no compensa a no ser que con cada cuerpo se descubra una nueva vacuna o un tratamiento definitivo contra el cáncer. Algo improbable que, en cualquier caso, nunca llegará a nuestro conocimiento, pues si algo aprendimos de toda esta lamentable aventura es que la ciencia, al menos de puertas para afuera, es absolutamente opaca. No te dicen qué uso concreto darán al cuerpo, no se ofrecen a ir ellos a recogerlo o a abonar los portes —estarás conmigo en que sería lo más justo— y, lo peor de todo, ni siquiera dan las gracias.

Hace siete meses de todo aquello, Biel, y no hemos recibido ni una sola carta de agradecimiento. Nada. Nos trataron en todo momento como si fuéramos unos timadores, unos jetas y un incordio. Si Carmina hubiera sabido el trato que nos iban a dar, estoy seguro de que hubiera preferido donar su cuerpo a la revista Pronto.

Aquí termina esta historia, amigo, que espero que no se te haya hecho larga. Me parece a mí que es suficiente, en cualquier caso, para que entiendas por qué me opongo a donar mi cuerpo a la ciencia, a la que pese a todo sigo respetando y admirando como tú, al menos en el plano teórico. 

Si se te ocurre alguna alternativa a la donación que creas que me puede interesar, ya sabes que soy todo oídos. Al menos mientras siga respirando.

Recibe un fuerte abrazo,

Xavi Puig.

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